Recuerdo el primer día que maltraté a mi hija mayor. Ella tenía dos años y medio. Regresábamos de un viaje muy largo y estábamos muy cansadas. No recuerdo cuál fue el motivo de su explosión emocional. Entre los gritos y el descontrol físico que exteriorizaba, la tomé en mis brazos, la subí al dormitorio y la puse en su cama. La miraba enfurecida y le decía “no más, ahora no más” marcando claramente la distancia y mostrando una severa hostilidad a sus acciones.
Recuerdo que probaba todas las formas posibles para que el llanto termine. Le explicaba, la rechazaba, le gritaba, le daba la espalda, la dejaba sola. Regresaba, le volvía a explicar, volvía a gritar, la intentaba abrazar pero seguía llorando. Todos mis pensamientos y cuestionamientos iban en función a cómo hacer, para que la pequeña deje de llorar. No solamente por mí, que tenía ya los oídos perforados y los nervios partidos. También por ella, que no podía encontrar la calma. Me quebraba verla así sin embrago no analizaba nada más. No sé cuanto tiempo pasó y por fin dejó de llorar. Entonces listo, misión cumplida y objetivo logrado.
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